martes, 12 de agosto de 2014

UNA SOGA BAJO EL RELOJ. Premio "Tinta Negra"

UNA SOGA BAJO EL RELOJ (Primer premio "Tinta Negra". Bibloteca de Castilla-La Mancha Enrique Galindo En el estrecho callejón de la Calle de la Chapinería, la que lleva a la Puerta del Reloj, la madrugada parecía más misteriosa que otros días ese eterno invierno de 2013. El efecto tal vez se debiera a la bruma indolente que no dejaba a nadie ver sus propios pies. Sin embargo, el mendigo que dormitaba en la verja de entrada sería capaz de vérselos, si pudiera, dada la postura fetal que exhibía; quizá para evitar el frío y pasar sus noches bajo las cajas de cartones de frigorífico. Pero El Grullo no podía, aún así, verse los pies, puesto que estaba muerto. El Grullo apareció en la ciudad cuatro años antes y, en poco tiempo, se convirtió en parte del paisaje de piedra de las calles, en una gárgola silenciosa que mostraba el sombrero vacío y la manga raída a fieles y turistas. Dormía en esa plazuela antesala de la Catedral, sin llegar a manchar el espacio sagrado de la mole gótica; así cuando llegaba la hora de «fichar», como le gustaba llamar al acto de exponer sombrero y mano a los viandantes, lo tenía bien cerca. Ventajas de vivir en el trabajo, solía decir. Una víctima más del invierno si no fuera porque la estación ya había superado su peor crisis, punto número uno; no estaba en su puesto de cartón y manta sino en el cobijo de la catedral misma, junto al parteluz de la Virgen, punto número dos; y que los servicios de urgencia, llamados por el Deán, esperaban recoger un muerto por hipotermia cargado de alcohol y noche y se encontraron con una soga anudada en su cuello; punto definitivo. El juez de guardia, al que le tocó levantar el cadáver, refunfuñó al verse obligado a subir al Casco por un simple vagabundo de los que cae alguno cada invierno. Nadie le advirtió, antes de personarse en la puerta, que no se trataba de un finado de la intemperie, víctima de su propio way of life, sino que de homicidio para arriba se trataba. Lo primero que se preguntó es cómo habían sido capaces de meter aquella ambulancia por la calle, angosta y en cuesta. Lo primero que preguntó al llegar, fue… —A ver, ¿quién me cuenta por qué no puede esperar un fiambre congelado a que desayune y tome posiciones en mi sillón del juzgado? Aún no son las nueve y, para mí, desayunar no es el solitario café que me han dado en La Campana Gorda. Todas las caras miraron para otra parte, menos la del comisario Gaviez que, junto al Deán, se detenía en el mendigo, imaginándolo de nube en nube pidiendo limosna con las alas mugrientas. —Si el médico ya lo ha visto y está claro que no respira, porque de otra manera no me habrían ustedes emplazado, que lo lleven al tanatorio y el informe al juzgado; a mi mesa. ¡Listo! ¿Quién me invita a hincar el diente en condiciones en el Adolfo? Su señoría no era escuchado. Tampoco pretendía serlo. —Disculpe, Señoría. Creo que debería usted permanecer unos minutos más en el escenario... —¡Ja!, ya están ustedes los detectives con sus jergas. ¡Vamos, vamos!, no se haga el remolón y acompáñeme a casa de Adolfo. —Perdone mi actitud —cada vez hablaba más despacio, con el fin de ablandar el tono del Juez y que prestase atención al asunto que les traía hasta la fachada norte de la catedral—, creo que tiene usted tanto trabajo como yo, ya que este hombre ha sido asesinado. —¡Ja! ¡Vamos, vamos!, no sea bolo, que todos sabemos que los mendigos no son asesinados, a no ser por el hambre; y esa es una asesina impenitente con estos pobres diablos. Gaviez apartó ligeramente la solapa del muerto dejando al descubierto un trozo de tomiza clavada en la carne. El Juez guardó silencio, todo el que cabía en sus ojos. —¡Vaya, vaya! Así que tiene usted un caso para investigar, ya que no creo que sea la corbata de pedir de los domingos lo que lleva puesto. Bien, yo le levanto el cadáver y usted me envía los resultados de su investigación; medianamente niquelados; en menos que canta un gallo. Teniendo en cuenta que se trata de un fiambre Homeless, no le será difícil dar con el culpable y traérmelo bien atadito a mi despacho, ¿no es así? —dijo ante el silencio de la calle y sus testigos— Yo por mi parte voy a visitar a Adolfo, siento que usted no pueda venir; veo que tiene trabajo. Gaviez se mordió la lengua y quedó pensando por donde podía comenzar un asunto que ya se iniciaba torcido. En Toledo hay pocos asesinatos, y en la catedral era el primero del que tenía conocimiento. Tomó del codo al Deán, que no había abierto la boca mientras el Juez estuvo presente, y le invitó también a llenar el estómago de café caliente, con la intención de ser informado de las costumbres de los mendigos pedigüeños que anidan en el templo? Dejó instrucciones a Martínez acerca de las fotos y muestras que estaba tomando, ordenó que lo tuviera en todo momento informado y subió por la Chapinería siguiendo la estela de Su Señoría. Al salir a Las Cuatro Calles, eje neurálgico del casco histórico, se volvió para comprobar que el sacerdote le seguía. Cayó en la cuenta que vestía una sencilla sotana bajo el abrigo, suficiente para ser confundido con un seminarista, a no ser por la edad que marcaban las canas de las patillas. El café fue consumado en la cafetería de la Biblioteca, en la torre del Alcázar, con la ciudad a los pies. El comisario le preguntó qué le podía decir del mendigo, cuestión que no entendió el Deán en primera instancia. —Si era conocido en la iglesia, habitual, creaba problemas, se sabe el nombre, procedencia, contactos que tuviera... Cualquier cosa que nos pueda ayudar a tirar del hilo —aclaró el comisario. —Entiendo —las canas del clérigo cavilaron unos instantes más de lo esperado por el comisario, mientras el aroma caliente buscaba una salida hacia el cielo—. Pues… sí. Era habitual, sobre todo los domingos y fiestas de gu.... Pero, creo que debe usted saber que… —se tomó una larga pausa pensativa que incomodó al policía—. Hay otro. Este es el segundo. También tienen sus jerarquías. —Le ruego que me aclare de qué habla —el Deán captó una ligera ironía en el comisario, quien fijó sus ojos en los guantes de hilo negro con los que cubría sus manos. —Este era el segundo mendigo. Otro ocupaba el paso de la puerta principal en las misas. El más productivo, solidariamente hablando. El Grullo, creo que así le llamaban, se ponía a pedir más atrás, donde antes estuvo la verja, y aunque era el primero en postular a quien llegaba, no es el mejor lugar para la limosna, pues la gente dona más después de haber asistido a la Palabra de Dios y salir deseoso de comprar una parcelita de cielo. —O sea, según usted, este…, El Grullo, era el ayudante o auxiliar del otro, ¿no? —Más bien la competencia, diría yo. —Ya, o sea, que puede haber móvil en caso de tener sospechoso, ¿no es así? —Usted lo dice. Para eso es el experto. Yo solo un humilde miembro de la iglesia. —Y… ¿sospecha de alguien el humilde miembro eclesiástico? —Bueno, yo no, usted es el que apuntó al primer mendigo. —No, yo no sé nada hasta que lo sé – pensó que se iban por un diálogo de besugos-. ¿Nombre? —Andrés, Andrés Gelmírez Abramino. Creo que ya lo sabe usted, ¿me equivoco? —No me refiero al suyo, sino al del otro mendigo. Y, si es posible, sus nombres reales. —Los reales no los sé. Solo que a este le apodaban El Grullo, y al otro Melchor, por su similitud con el rey que visitó a Jesús. Gaviez tenía alguna experiencia en hacer preguntas, pero nunca hasta ahora había topado con la iglesia, aunque conocía la cita, y es en este tipo de baldosas donde su andar era más inestable; ni siquiera lo habían formado en cuestiones de tratamiento. ¿Cómo debía llamar a su informador? ¿Monseñor, Ilustrísima, Reverendísimo? El usted siempre saca de apuros, aunque no sea lo correcto en algunos casos. Al fin y al caso a un policía se le perdona casi todo. Así, tras los primeros tirones al corcho la botella se destapó sola y empezó a dar información que, al parecer, sí conocía. Contó el Deán que Melchor era el Primer Limosnero y El Grullo el segundo. Solían andar a la gresca, dado que el primero sacaba más de los transeúntes. Le indicó que observase la cuerda que había estrangulado al Grullo, el otro mendigo empleaba una para atarse los pantalones. Gaviez, al salir de la biblioteca, preguntó al siervo de Dios, porqué no se quitaba los guantes, aunque fueran finos, para tomar café, encontrando la respuesta de que su piel era propensa a la urticaria con el frío. Gaviez, mesa de despacho como trinchera segura, hacía garabatos rememorando la información aportada por el Deán. Martínez entró sin llamar. Las pesquisas estaban frescas. En silencio escuchó el informe oral. El subalterno le entregó un papel arrugado y sucio, una ficha de solicitud de libros de la Biblioteca Regional. El texto solicitado era un latinajo donde solo entendieron la palabra sefaradíes y la firma, ilegible y temblorosa. —Bien, acompáñame. Vamos a ir los dos a hacer el trabajito de campo. —¿Al campo?, pero comisario, que no es al… —Gaviez no le dejó terminar, ¡este Martínez! —¿Es que en la academia no te han enseñado a llamar a las cosas por su nombre? ¡Venga! coge la libreta de notas y mueve el culo. ¡No olvides el boli como la última vez! Al vestir de uniforme no hizo falta identificación, aún así, siempre era un gusto sacar la placa, daba sensación de poder y obediencia debida. Les pasaron con el director. Enseñaron la tarjeta. Juan, dijo llamarse el director, recuerda la visita del pordiosero. Una de las trabajadoras fue a advertirle cuando lo vio entrar, ya que no era normal que entrase gente así, ni siquiera para pedir. Enseñó un carné de investigador en regla, expedido por la Biblioteca Nacional, de uso común entre miembros de instituciones docentes, académicas y culturales. Era un acontecimiento que un señor de barbas greñudas solicitase para consultar un libro del siglo XVII. —Lola, la ayudante, se mantuvo cerca de él, disimulando, con el cometido de vigilar cualquier movimiento extraño que pudiera poner en peligro el libro—. Y para alejar malos pensamientos, añadió—: no es que seamos racistas o mendigófobos, pero tenemos la misión de velar por nuestro patrimonio, que es el de todos, y como toda precaución es poca, hicimos una fotocopia de su documento de presentación. Gaviez pidió verla. La miró, y sin esperar respuesta de Juan, la pasó a Martínez, preguntándole. —¿Tú también dirías que es nuestro muerto, ¿no? —¿Muerto? ¿Dicen que está muerto? —el Director se llevó la mano a la boca—. Claro, por eso están ustedes aquí. No se preocupen que yo, y mi gente colaboraremos en todo lo que sea pertinente; artículo 7 del Código… —Vale, vale —le cortó el comisario—. No me interesa la legislación, para eso ya tengo que aguantar a jueces que quieren el trabajo hecho sin moverse de su despacho. Lola se hallaba detrás con un libro apergaminado. Difícil de leer para dos policías acostumbrados a la letra de imprenta: De Sanguinis Toledanum Sefaradíes. En palabras de los expertos empezaron a clarearse algunas aguas. El carné estaba a nombre del ciudadano Agustín Marcelo Abramino. La consulta versaba sobre árboles genealógicos de judíos sefardíes. Las miradas espías de las trabajadoras de la Biblioteca detectaron que tomó notas, en un pequeño blog azul encuadernado en espiral, de una página donde aparecía el apellido Marcelo. Tras media hora de lectura y escritura lentas preguntó si tenían datos sobre limpieza de sangre y procesos inquisitoriales en el siglo XVII. Eso era más bien de archivos. Guardó la libretita en la gabardina y se marchó sin decir siquiera gracias. El director explicó a los policías que era común en los judíos poner a sus hijos nombres de ascendientes fallecidos. Algo que ver con la creencia en las reencarnaciones de las almas y recordar al muerto. Gaviez dio las gracias y pidió discreción, ya que era un caso abierto. De todas formas al día siguiente estaría en los periódicos. Volvieron a la Chapinería. En el escenario del crimen los había citado García, otro de sus policías. Allí les acompañó en silencio risueño a través de la frescura del templo hasta el tesoro de la catedral. En el suelo, sentado delante de la Custodia de Arfe se hallaba Melchor, reflejando ráfagas de miedo por sus ojos saltones que resbalaban por las barbas. Estaba sentado porque se le caían los pantalones sin cuerda que los sujetase. El comisario observó aquella masa de pelos, levantó la mano para indicar silencio y pidió quedarse solo con el sospechoso. Media hora después salió con cara sonriente y labios apretados, indicando que no hablaría. Las órdenes fueron firmes: —García, llama al Juez Gelmírez, que en dos horas esté en la Biblioteca, le voy a entregar personalmente al presunto culpable. Martínez, llama al Deán y dile que…, lo mismo. Que venga un coche y traslade a este hombre al Alcázar, pero antes dadle un bocadillo, que se asee y lo acompañe alguien de Cruz Roja o Cáritas; no quisiera que se nos muriese de un susto. Yo, por mi parte, me voy a tomar una cervecita; sin alcohol, que estoy de trabajo, con un amigo exseminarista. Nos vemos todos allí en dos horas. La cara del Deán era seria. Gelmírez miró solemne al mendigo. Los dos policías miraron interrogantes a Gaviez. Melchor clavaba la mirada en sus propios zapatos. El enfermero miraba dulce al pordiosero. El Juez no miraba a nadie disertando del mucho trabajo que tenía, como para ir perdiendo el tiempo de aquí para allá. El Director tenía cara de circunstancias. Gaviez rompió su silencio sereno. —Les he reunido aquí para hacer entrega del presunto, siempre presunto, asesino del Grullo. —Vamos, vamos, para eso no tiene que hacerme salir de mi despacho —dijo el Juez—, simplemente llévelo al calabozo y un informe completo a mi mesa, que ya lo llamaré yo a interrogarlo. —Antes de nada agradecer a nuestro Deán el haberme dado la pista para detener al presunto. Señor Gelmírez Abramino, supongo que tal vez preferiría no ver aquí a este hombre que, día a día, hacía ganar el paraíso a sus parroquianos, pero es necesario en este caso. —No entiendo nada. —añadió el Juez. —Todo a su tiempo, pero antes de hacerle entrega oficial, como agente de la Ley, quiero aclararles algo —el mendigó levantó la vista pidiendo agua al cielo—. A este hombre se le caen los pantalones por que no tiene la soga con la que los ataba, ¿por qué? Porque se encontró atada al cuello de su competidor, El Grullo. —Eso ya lo sabemos —interrumpió el Deán—, ¿hay algo nuevo? —Y esa es la pista que usted me dio para buscar al sospechoso Melchor, lo cual le estoy muy agradecido. Posteriores investigaciones nos han llevado hasta una libretita azul, donde se recogía la sangre, perdón, el origen genealógico de El Grullo, que estaba en manos de Melchor, como era de esperar. El Grullo fue profesor de historia y aprovechó la estancia en Toledo para buscar los orígenes de su familia judía, cuya sangre corre por sus venas, ¿me equivoco señor Deán? —continuó sin esperar respuesta, dejando al canónigo con la boca abierta—. Melchor lo sabía, y tratando de granjearse el favor de la iglesia fue a chivárselo a usted. Y, claro, esta información no podía pasar desapercibida a alguien a quien apodaron como Torquemada en el seminario, ¿no es así? Las presiones para que se alejara y no contaminase la puerta de la Feria, o de la Chapinería, como quieran llamarla, no sirvieron. Parece que las discusiones llegaron a más, ofreció dinero a Melchor para que le hiciera la vida imposible a nuestro Grullo y pusiera sus pies fuera de Toledo, pero… algo pasó, que nos contará Su Ilustrísima, y la cuerda desapareció del cinto de Melchor y apareció de corbata del mendigo número dos en la jerarquía catedralicia. El Grullo, un hombre de sangre impía que contamina la Dives Toletana, la Rica Toledana ¿no es así como conocen a la Primera Catedral de España? Melchor era un sospechoso fácil, y demasiado pronto lo puso en cabecera de la lista de la sospecha nuestro Ilustre sacerdote. Además, lo señaló, simbólicamente, con los guantes que cubrían unos posibles enrojecimientos de las manos, los mismos que lleva Su Excelencia ahora. Melchor, era de prever, tocaría al muerto buscando algo útil para él, y con ello dejaría huellas. Cogió la libreta del muerto, donde había escrito algunas cosas que nos tendrá que explicar, como los insultos y otros calificativos viscerales a su sangre hebrea. Sangre odiada que también corre por nuestro Ilustre canónigo, quien se forjó fama de duro y antisemita en el seminario, como demostrará el hecho que compartiese apellido judío con el muerto, claro que eran otros tiempos; como me contó un amigo con el que vengo de tomar una cerveza, sin alcohol, por supuesto. Amigo exseminarista que sufrió los rigores educativos de Su Ilustrísima, y cuyo nombre no voy a decir. Se volvió hacia el Juez y le dijo: le entrego al Deán de la Catedral de Toledo, como presunto asesino de un Sin Techo. Los informes los tendrá, junto con la correspondiente denuncia, mañana sobre su mesa. //